A modo de exculpación
Antes de iniciar esta «reseña», he de confesar que desconozco las reglas «canónicas» que parametran a las obras de ciencia ficción. Puedo, sin embargo, inferir ciertos elementos que las caracterizan; por ejemplo, las explicaciones científicas que le otorgan verosimilitud al mundo representado —sea este el más disparatado posible— o ciertos tipos de personaje cuya naturaleza extra-ordinaria y singular —mutantes, extraterrestres, robots, supercomputadores, etc.— se corresponde con un marcado sentido metafórico. Así, a partir de estas consideraciones, y de que poco o nada he leído sobre este género y sus variopintos subgéneros, me aventuré a la lectura de La infancia del mundo del que encontré buenos comentarios. Esta reseña, entonces, dista mucho de ser una reflexión en torno a dicho género y sus matices, y apunta más a cómo disfruto este texto y cómo aprecio el funcionamiento de todos sus elementos bajo los limitados conocimientos que tengo sobre él.
Ahora sí... La reseña
La infancia del mundo se ubica en el año 2197, en la austral región de una Sudamérica colapsada climáticamente: «derritieron masivamente los hielos antárticos, y al subir el mar a niveles jamás vistos, la Patagonia, región otrora famosa por sus bosques, lagos y glaciares, se transformó en un reguero desarticulado de pequeños islotes ardientes». En este lugar aparece un personaje kafkiano conocido como niño dengue; aunque a diferencia de Gregor Samsa, este pequeño monstruo consigue desatar su crueldad en la búsqueda por encontrarle algún sentido a su grotesca existencia. Otro personaje que se le suma, y que quizá podría catalogarse como su antagonista, es Dulce, un niño que —en retrospectiva, en un tiempo distinto al del niño dengue— vive inmerso en un videojuego, Cristianos vs. Indios, ambientado en el siglo XIX y que será el medio por el que, al final de la novela, irrumpirá en el presente del niño dengue.
En La infancia del mundo, predomina la crítica al capitalismo, este sistema que convierte todo en un producto comercial y que de manera maquiavélica vela por sus propios beneficios, sin interesarse por la deshumanización y la destrucción del mundo. La catástrofe climática, el nacimiento del niño dengue, las desigualdades sociales que aún perviven y se afianzan en el año 2197 son los resultados a modo de evidencia que va dejando este modelo económico en su inagotable ansia de poder... Si bien este es el escenario que impulsa el desarrollo de una historia entretenida, donde indudablemente el niño dengue acapara todos los reflectores, no dejan de parecerme trillados y repetitivos estos antagonismos que presentan al capitalista-rico-opresor-malo versus el niño-pobre-oprimido-bueno.
Ahora bien, Michel Nieva le suma a este trasfondo maniqueo otros recursos como una consola de videojuegos que le permite acceder al Dulce a un tiempo pasado que se vuelve presente, unas piedras telepáticas que parecen guardar el secreto del mundo, un conflicto de identidad y pertenencia que recae en el/la niño/niña dengue, entre otros muchos aspectos que —como mencioné— hacen entretenida la lectura, pero que la sobrecargan, sobre todo en los últimos tres capítulos. Entonces ya no consigo entender si la lectura se direcciona hacia la satanización del capitalismo, hacia lo inexorable de la decadencia humana, hacia el desarrollo de los problemas de identidad de un sujeto otro representado en el niño dengue, o hacia la condena cíclica del tiempo donde el pasado y el futuro confluyen en el ahora (y mencionar —literalmente, apenas mencionarlo en una línea— «El Aleph» de Borges debiera demostrar esta propuesta)... O son quizá todas estas cuestiones las que intentaron profundizarse en La infancia del mundo, pero que, bajo mi perspectiva, muchas de ellas apenas logran tratarse en una resolución atropellada hacia el final de la novela.
Ahora bien, el niño dengue me parece un personaje redondo, donde se condensa lo fuerte de la novela. Su aspecto ya no es solo una consecuencia de la decadencia del mundo, sino también una causa, una necesidad y un reflejo de lo que es y siempre ha sido la humanidad. Sus «transformaciones», además, parecen acompañar el derrotero de este espacio cada vez más ajeno: pasa de ser un niño dengue a un niño-niña-mami-nada dengue.
¡La nada dengue! Metafísicas dudas la abrumaron: ¿a quién, entonces, picar?, ¿qué pica el mosquito cuando por picar nadie queda?, ¿pica por puro placer, sangre porque sí, sangre vana y devanada?, ¿por qué mosquito y no más bien nada?, se preguntó, con afectada telenovelería.
Pasa de ensombrecerse por el maltrato de sus amiguitos a desatar su animalidad, pasa de vengarse de quienes abusaban de él a querer acabar con la humanidad, pasa de ignorar su género a comprender la maternidad de su especie... Es un personaje que constantemente cambia, lo cual lo enriquece, pues, al ubicarse en un espacio al que no pertenece, ofrece una mirada crítica, llena de interrogantes. Se constituye entonces como un ente de caos al que todos comienzan a temer, pero que irónicamente es combatido sin mucho esfuerzo con el insecticida Moscorminator 400. Y es que, en este mundo, lo otro no tiene cabida, es incapaz de subvertir un orden eterno y cíclico, y es destruido con rapidez.
Como contraparte, se anuncia el Dulce, un personaje plano que —muy extraña e innecesariamente, a mi parecer— es «revivido» al siguiente capítulo de ser asesinado para construir, a partir de un videojuego, los cuestionamientos sobre la linealidad del tiempo. Un personaje bastante instrascendente que solo sirve como una herramienta para jugar con el final de la novela y destapar los cuestionamientos sobre el tiempo y la infancia del mundo, representada en la Gran Anarca. Recién ahí —al final de la novela— entendemos que esta infancia del mundo pareciera ser la misma infancia del Dulce y el niño dengue, un ciclo sempiterno y fatal.
La niña dengue, que ya se había fundido en las doce letras de La Gran Anarca, descubrió que si la Tierra no puede nunca terminar es porque una inutilidad permanente late en su interior, y es una infancia que siempre amenaza con volver, y que ahora regresa, confundiendo todo con todos y cada momento con los demás, poniendo punto final a este panfleto planetario sobre tiempos geológicos que nunca existieron pero volverán, que nunca habrían de envejecer porque la compacta materia fósil los retuvo en su albor, su minoría ETERNA, cuando lo vivo y lo no vivo y el ser y el no ser se congregaban en un imperio primigenio...
La infancia del mundo es una novela donde predomina lo distópico, lo grotesco, lo irónico, bajo una narración que no busca ser presuntuosa y que consigue captar la atención del lector. Sin embargo, se nota una pretensión por abarcar muchos temas y elementos que vuelven entretenida y atrapante la historia, pero que la sobrecargan y no se imponen de forma sustancial. A pesar de ello, construye un personaje con tantos matices como el niño dengue que salva esta novela y alcanza a trascender por sobre cualquier aspecto desfavorable.
Ficha
Autor: Michel Nieva (Buenos Aires, 1988)
Editorial: Anagrama
Año: 2023
Páginas: 168
Otros libros leídos del autor: ninguno antes
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